Desde pequeña, crecí rodeada del amor y sabiduría de mis abuelos. Ellos fueron los pilares de mi vida, guiándome con los valores que la Biblia me enseñaba desde niña: el amor incondicional, la paciencia, la generosidad, y sobre todo, la fe. Mis abuelos no solo me cuidaron; me enseñaron que la vida tiene un propósito divino, y que cada acción debía reflejar ese amor por el prójimo. Recuerdo con claridad cómo, a través de sus historias y enseñanzas, entendí que el amor no tiene fronteras y que las dificultades no deben ser barreras para hacer el bien. Aún siendo una niña, ellos me mostraron lo que significaba tener compasión, y cómo en cada momento de nuestra vida podemos elegir ser la luz para los demás. La vida me cambió profundamente cuando perdí a mis abuelos. Fue un golpe difícil, una pérdida dolorosa que me dejó un vacío grande en el corazón. En ese momento, sentí como si el mundo se desmoronara. Pero fue en medio de ese dolor que empecé a entender algo importante: su legado, sus enseñanzas, no morían con ellos. Debían vivir a través de mí. No podía dejar que su amor y sabiduría se extinguieran. Poco después, la vida me llevó a un nuevo país. El miedo y la incertidumbre me acompañaron desde el primer día. Llegar a un lugar desconocido, sin los abrazos de mis abuelos, sin sus palabras de aliento, me hizo sentir más sola que nunca. Las barreras del idioma, la cultura y la distancia parecían tan enormes, pero algo dentro de mí seguía recordándome las enseñanzas que me habían dejado. La fe que mis abuelos me inculcaron no me abandonó, y me ayudó a levantarme cada vez que sentía que no podía más. Poco a poco, comencé a ver la oportunidad en medio de la adversidad. No solo debía adaptarme a este nuevo mundo, sino que podía hacerlo mientras ayudaba a los demás. Recordé lo que siempre me decían: "Cuando uno se siente perdido, ayudar a otros es la mejor forma de encontrar su camino". Y así lo hice. Comencé a involucrarme en mi nueva comunidad, ayudando a otros inmigrantes, ofreciendo mi apoyo a quienes pasaban por lo que yo había vivido. Hoy en día, sé que mi historia no es solo mía. Es la historia de cada persona que, a pesar de las adversidades, se atreve a cambiar y hacer una diferencia en el mundo. Cada vez que ayudo a alguien, siento que mis abuelos están conmigo, guiándome y dándome la fuerza para seguir adelante. Lo que ellos me enseñaron no solo cambió mi vida; me permitió compartir ese cambio con los demás. Al mirar atrás, me doy cuenta de que la muerte de mis abuelos y el cambio de país no fueron solo momentos de pérdida. Fueron, en realidad, los momentos que me permitieron renacer, fortalecida por la fe, el amor y la esperanza que ellos me dieron.